EL VIAJE DE UNA INGLESA POR HONDURAS EN 1884
En el año de 1881, una intrépida dama inglesa, Mary Lester, emprendió una travesía que pocos se habrían atrevido a considerar: cruzar Honduras de sur a norte, desde el puerto de Amapala hasta San Pedro Sula, cabalgando sobre mulas y sorteando selvas, lluvias, insectos, supersticiones y, sobre todo, la dureza del camino. Su motivación, lejos de ser meramente turística, era un llamado vocacional: educar. Había sido invitada a fundar una escuela en San Pedro Sula, parte de una iniciativa de colonización europea promovida por el gobierno hondureño.
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La historia, narrada con un tono agudo, irónico y a la vez profundamente humano, comienza con los cálculos financieros y los dilemas de ruta desde una lujosa habitación en San Francisco. Desde allí zarpa en barco, no sin antes encarar debates con su primo y otros pasajeros sobre el clima, la política y la valía de los pueblos que se encontraría. Desde el primer instante, la autora muestra una mezcla de temeridad y lucidez, atributos que la acompañarían en cada recodo de su viaje.
En su tránsito por Acapulco, comparte anécdotas sabrosas sobre los pasajeros del vapor, incluyendo un joven doctor estadounidense que termina reconociendo la belleza de las mujeres mexicanas tras haberlas denostado con arrogancia. La escena se convierte en un teatro de ironías culturales, galantería y pequeñas victorias femeninas. Desde allí continúa hacia Amapala, encontrando en cada puerto una mezcla única de lo pintoresco, lo grotesco y lo humano.
“Las luces variables, el ópalo resplandeciente y la neblina de color púrpura oscuro alternando con el azul más claro del cielo [...] presentaban una escena como nunca antes había visto, y nunca espero ver de nuevo”, señala Lester en una de sus primera impresiones.
“Viajamos unas cuantas millas en silencio [...] absorta en la belleza de los paisajes, y en admiración del glorioso país por el que estábamos pasando.”
SOPA DE GALLINA Y CALOR
La llegada a Honduras es todo menos glamurosa: una posada básica, mosquitos, sopa de gallina sospechosa, calor aplastante y un constante desfile de personajes que desean ser contratados como guías. Sin embargo, la viajera mantiene el temple, el humor y la observación aguda. Con la ayuda del cónsul Pedro Bahl y su nuevo asistente Eduardo, parte finalmente hacia el corazón del país.
La ruta se convierte en una epopeya. Dieciséis días de camino por parajes inhóspitos, cargados de historia, mitos y polvo. La autora describe con detalle los paisajes montañosos, las aldeas apenas tocadas por la modernidad, y la hospitalidad rústica que encuentra en los pobladores. Las mulas a veces se rebelan, las noches en hamaca se vuelven eternas, y las comidas escasas hacen de cada fruta un manjar. En cada parada, deja testimonio de un país que se debate entre el pasado colonial y las promesas del progreso.
Lo más admirable de esta narración es la mirada sin prejuicios de su protagonista. A pesar de los obstáculos, nunca se burla cruelmente del entorno ni de su gente. Más bien, registra con compasión y asombro lo que observa: una Honduras auténtica, bella y difícil. Es una voz del siglo XIX que resuena con una vigencia inesperada, no solo como crónica de viaje, sino como documento etnográfico y cultural.
“La mayor me besó la mano; y en ese glorioso lenguaje [...] se despidió dejándome en manos de Dios. ‘No tenga miedo, querida [...] el bueno padre la llevará a través del río’”, narra sobre su encuentro con unas mujeres en el camino.
Finalmente, tras incontables vicisitudes, la dama llega a San Pedro Sula. El proyecto educativo no se concreta —víctima de engaños burocráticos—, pero su relato queda como legado. No logró fundar una escuela, pero legó un testimonio inolvidable del país que cruzó: con valentía, con palabras, con alma.